Author: Marta Álvarez Martín
•7:03


No estamos acostumbrados a mirar. Condicionados en gran medida por la “explosión publicitaria”, vamos por la vida evitando toda distracción visual, protegiéndonos contra los continuos ataques persuasivos que recibimos cada día. No obstante, la contaminación visual sigue estando infravalorada. Muchos piensan que es solo una cuestión estética y que, como tal, no debe de ser preocupante, ya que la estética queda reducida al sentido del “gusto” o “gusto estético”. Sin embargo, sus efectos secundarios, más difíciles de percibir, son los más dañinos.

Nos movemos por la vida a capa y espada, siempre a la defensiva. Paseando por la ciudad los viandantes se convierten en enemigos a los que tenemos que evitar. Las leyes sociales nos impiden mirarlos fijamente a los ojos (una mirada larga puede ser interpretada como una insinuación o como atentado contra la privacidad de la persona) y evitar todo contacto corporal. También tener cuidado con nuestras palabras: los desconocidos son siempre una amenaza. Nos enseñan desde pequeños a no hablar con extraños. Nuestras conversaciones deben limitarse a la pedida de una información concreta: donde está un determinado lugar, qué hora es, saber si ha pasado ya el autobús.

Y la cuestión no se reduce a las leyes sociales no escritas. La publicidad también nos ha hecho ver las cosas de otra forma: hacer caso omiso a los detalles, centrarnos en un objetivo determinado, no dejarnos atolondrar por nada que no hayamos planeado con anterioridad. No solo ocurre en la televisión, las calles también están plagadas de reclamos publicitarios que debemos evitar: carteles en las paredes, anuncios en las paradas de autobús, vallas publicitarias, escaparates que incitan al consumismo. Por eso en los paseos solo importa la compañía. Si vamos solos tenemos que movernos siempre hacia un objetivo concreto: salir a correr, ir a comprar, llegar a la plaza porque has quedado con alguien allí. Las caminatas gratuitas solo están permitidas en los parques (creados para tal efecto), jamás en la ciudad. Y así vamos por la vida, caminando sin observar el camino, siempre pendientes de un destino. Con el i-pod a todo volumen y el teléfono móvil en el bolsillo.

Pero la esencia de las cosas, en la mayoría de las ocasiones, se esconde en los pequeños detalles. La ciudad está llena de historias interesantes que desgraciadamente casi nunca son leídas. Con la ferviente globalización puede que todas las ciudades nos vayan pareciendo cada vez más iguales, pero cada ciudad cuenta con sus particularidades: unas tienen más bares, otras más tiendas de suvenirs, en otras hay más terrazas al aire libre que denotan un carácter más sociable de la población.

Las pintadas de las paredes y los muros, esos que “ensucian” la ciudad, nos hablan del espíritu y la rebeldía de la juventud de un lugar. En los escaparates de las tiendas, el precio de los productos y si estos son de marcas conocidas o no, nos hablan de la capacidad adquisitiva media de sus ciudadanos; los de las tiendas de moda de las tendencias estéticas del momento. La arquitectura nos habla de la estética general y la historia del lugar, y también del carácter de su población: la pomposidad y majestuosidad de los edificios públicos nos hablan del carácter soberbio o modesto, pomposo o sencillo que han tenido sus habitantes a lo largo de la historia; las fachadas de las casas particulares del detallismo o del esencialismo de quienes residen en ella. Me maravilla pararme a observar los pequeños jardines y los balcones urbanos: curiosamente son las personas de mayor edad las que más prestan atención a la parte “visible” de su vivienda privada. Es el espíritu de quien ha encontrado en lo banal y diminuto la belleza de la vida.

Las flores y los colores nos hablan del tiempo atmosférico: las casas con tejados, casi siempre de colores fríos, son más típicas en los lugares donde llueve con frecuencia. Los colores cálidos de los edificios hablan de una temperatura más agradable. Demasiado frio impide el crecimiento de flores, al igual que demasiado calor. Determinada vegetación es más propicia en ciertos lugares que otros. Mi Cádiz natal está plagada de palmeras. En Teramo, por el contrario, abundan más los arboles de otoñales de hoja caduca y la vegetación invernal. En Asturias, Paraíso Natural, lo que abundan son los grandes prados verdes, constantemente regados de forma natural por la lluvia. El entramado arquitectónico y callejero es para la ciudad lo que las rayas de los troncos a los arboles: están estrechamente relacionados con su antigüedad. Comprobad como todo surge de una plaza central que ha dejado de tener su valor de punto de encuentro religioso para convertirse en el punto de encuentro social: el ocio de nuestra época reside en los bares y no en la iglesia, dejada en manos de los turistas. Las calles más estrechas son las más antiguas. Las mas nuevas las más amplias, reservadas al comercio. Y las calles circundantes de última construcción, cada vez más urbanizadas, denotan el ritmo de crecimiento de la ciudad.

La contaminación visual y nuestra cultura del miedo nos están haciendo perder de vista los detalles, cegándonos ante un mundo y un entorno lleno de señales. Señales cuya interpretación nos ayudaría mucho a adaptarnos en un determinado entorno. La ofuscación y la constante sensación de soledad están volviendo a la sociedad cada vez más depresiva y más egoísta. Nada recomendable en un mundo donde la esencia de la supervivencia reside en nuestra capacidad de saber relacionarnos.

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